AL OÍDO DE ISABEL

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Con increíble heroísmo volvió a empezar a los 75 años. Y, estoy seguro Isabel, de que se atrevió a hacerlo porque ahí estaba usted.

En estos días en los que todos nos sentimos huérfanos de Antonio Caballero. En los que, con justificado orgullo, la gente muestra una foto con él, la dedicatoria en un libro o cita una de sus frases, yo solo puedo pensar en usted, Isabel. 

La he visto tres veces en la vida y siempre por zoom. Trabajando para que la voz de su papá sonara, arreglando el encuadre para que leyera su columna frente al computador, haciéndole un poquito más fácil la vida para que aterrizara en un medio digital que no disfrutaba mucho y que quizás despreciaba. 

Entendía usted –tal vez mejor que él– que ahora para seguir existiendo estamos obligados a esforzarnos el doble. A hablar por aquí y por allá para que los lectores de antes, y los de ahora, nos sigan dando la oportunidad de trabajar para ellos.

El mundo del impreso, que era rey hasta hace unos años, fue achicándose hasta volverse insignificante. Siempre nos remuneraron con mezquindad. Cuando la revista dejó de ser un negocio millonario vendieron sus cenizas al mejor postor. De usted nadie se acordó. La independencia ya no era una virtud sino una tacha. El periodismo dejo de ser prioridad, se convirtió en un delgado barniz corporativo. Un pobre pretexto para alimentar los delirios del amo: Ganar reconocimiento, crecer egos, apalancar negocios, librar peleas, perseguir contradictores, absolver aliados y favorecer candidatos.

Antonio que –a pesar de haber nacido en cuna de oro– vivía de los centavos que le pagaban por escribir, renunció. No tenía cómo jubilarse o subsistir con los ahorros pero no se quedó a la fiesta del nuevo dueño. Con la dignidad que marcó siempre su vida, renunció. Saltó al vacío, a la angustiosa incertidumbre de no saber cómo cubrir la cuenta que iba a llegar el 15. Con increíble heroísmo volvió a empezar a los 75 años. Y, estoy seguro Isabel, de que se atrevió a hacerlo porque ahí estaba usted.

Por usted nos hizo el favor y el honor de llegar a Los Danieles. Por usted cumplía con abnegación de galeote los requerimientos de este mundo nuevo. El placer de escribir la columna, la jartera inmensa de leerla en cámara, de susurrarla mientras disimulaba el dolor de las neuropatías que lo agobiaban.

Años antes, para arrancarle una sonrisa a usted, pintó monos donde –quizás por única vez– se permitió una expresión pública de ternura. Con su inconfundible letra escribió:  “Te quiero, mi chiquitica. Tu papá” y para que no quedara duda sobre la destinataria de su obra señaló el autorretrato con una flecha: “Este soy yo, dibujándome para que me vea Isabel”.

Con algunos de esos dibujos creó Isabel en invierno, un libro escrito e ilustrado por él que tiene en la portada el dibujo de una niña que escampa de una inclemente nevada bajo una frágil sombrilla de colores, como ahora. Usted está vestida con un largo abrigo de ocho botones, cubierta con un gorro de cachemira y una bufanda que deja ver el azul de sus ojos. 

Eso del color de los ojos era algo muy notorio en las caricaturas de su papá. Vine a entender la cruel razón –o a adivinarla– gracias a un artículo suyo, Isabel, escrito para la revista Soho

“No sé qué se siente tener los ojos claros, nunca los he tenido negros como para saber la diferencia. Igual que mi papá no sabe cómo se siente no tener los ojos cafés como los tiene, sino de color azul hortensia como sus hermanos y sus papás. Por tener los ojos oscuros, pasó la mitad de su infancia oyéndoles decir que a él lo habían recogido en una tiendita al lado de la carretera de camino a Tipacoque”.

En ese mismo artículo revela usted una habilidad de Antonio Caballero desconocida para la mayoría de la gente: Era un gran jinete. Y lo relata en el contexto de las historias que él creaba para entretenerla y poner a volar su imaginación: 

“Tiene algunos cuentos en los que insiste y seguirá insistiendo, pero que yo nunca creeré que hayan sucedido en realidad. Dice que quedó de segundo en un concurso de salsa en Tumaco; yo no le creo. Tampoco me parece que sea verdad eso del concurso de esquí en pies que ganó alguna vez. No creo que sepa esquiar siquiera. ¡Y estoy segura de que nunca participó en ningún concurso de jaripeo en Chihuahua ni en ninguna otra parte de México! Mi papá es un excelente jinete y no lo tumba ni el caballo más brioso, pero imaginármelo vestido de charro con sombrero de ala ancha, y parado en los estribos ondeando un lazo en el aire presto a ensartarlo en los cachos de un toro, me parece algo fuera de todo parámetro de la realidad. Yo lo quiero pero no le creo todo lo que dice, haciendo jaripeo no me lo imagino y punto”.

En ese artículo, Isabel, tuvo usted la rara oportunidad de explicarle, con esa inteligencia y sutileza suyas, que él no necesitaba inventar una hazaña para tener su admiración. Que aun si no hubiera escrito ninguno de sus aclamados libros, ni las cientos de columnas brillantes que publicó, ni hubiera ganado los merecidos premios que recibió, usted lo habría querido igual. Le bastaba con ser el papá que fue.

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