AUTONOMÍA FUNCIONAL

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José Gregorio Hernández Galindo – Certidumbres e inquietudes

La Constitución de 1991 -aprobada hace treinta años por la Asamblea Nacional Constituyente- plasma un Estado Social y Democrático de Derecho. Por tanto, como corresponde a ese concepto, la Carta Política rechaza toda forma de concentración del poder. De ahí que en su artículo 113 declare que los diferentes órganos del Estado tienen funciones separadas pero colaboran armónicamente para la realización de sus fines. 

A ese respecto, ante las tendencias que hemos venido observando, debemos distinguir con toda nitidez entre la mutua colaboración y la ruptura de la separación funcional, la pérdida de independencia de órganos autónomos o la concentración del poder. Colaborar, con el objeto de alcanzar los fines del Estado, significa trabajar, aportar, contribuir, cooperar -desde la independencia de cada órgano y en ejercicio de las funciones que a cada uno corresponden- con unos propósitos comunes, en armonía y dentro de los términos de las normas constitucionales y legales. Hay un telos, al que se dirigen todos los órganos estatales: aquello que la organización política quiere realizar. Un método: colaboración, con separación funcional e independencia. Unos límites: los previstos por el ordenamiento jurídico. 

Los fines estatales, que a veces se pierden de vista, han sido enunciados por el artículo 2 de la Constitución. Conviene recordarlos: “…servir a la comunidad, promover la prosperidad general y garantizar la efectividad de los principios, derechos y deberes consagrados en la Constitución; facilitar la participación de todos en las decisiones que los afectan y en la vida económica, política, administrativa y cultural de la Nación; defender la independencia nacional, mantener la integridad territorial y asegurar la convivencia pacífica y la vigencia de un orden justo”. 

El artículo 113 dice también que, además de las tradicionales ramas del poder público -legislativa, ejecutiva y judicial-, y de los órganos que las integran, “…existen otros, autónomos e independientes, para el cumplimiento de las demás funciones del Estado”. 

Hablando de la Defensoría del Pueblo, cuyo papel en los últimos años ha sido trascendental con miras a realizar buena parte de los objetivos constitucionales, particularmente en lo referente a la efectividad, el respeto y la prevalencia de los derechos, hemos de recordar que se trata de un órgano independiente -de aquellos que menciona el citado artículo 113 constitucional-, a cuyo cargo está primordialmente la promoción, el ejercicio y la divulgación de los Derechos Humanos. En esa tarea ha de actuar con la suficiente autonomía, sin sujeción a otros órganos. A tal punto que, como lo señala el artículo 284 de la Carta, puede requerir de las autoridades las informaciones necesarias para ejercer sus funciones, “sin que pueda oponérsele reserva alguna”. No olvidemos que, desde el Acto Legislativo 2 de 2015, ya sus funciones no se ejercen bajo la conducción del Procurador General. 

Así, pues, en colaboración con otros órganos -no bajo su dirección-, entendemos que la Defensoría, como lo ha venido haciendo con éxito, quiere empeñarse a fondo en su importante gestión, en asuntos tan graves y de tanta urgencia como la protección de los líderes sociales, los indígenas, las comunidades abandonadas por el Estado, los derechos de las mujeres y los niños.  

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