Como se hace campaña, se gobierna

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LR.larepublica.co

Hace unas semanas, la campaña de Gustavo Petro, en un esfuerzo por elevar el nivel de la discusión política, publicó el “Manifiesto por una Campaña Limpia”. Se trataba de siete políticas cuyo objetivo era dejar atrás “las campañas de odio y miedo” para comprometerse con una “campaña basada en argumentos, ideas y propuestas”, reafirmando, en tono mockusiano, que “no todo vale” en materia de comunicación política.

En el documento se rechaza “enérgicamente” la campaña sucia y negativa, se establece un compromiso de hacer campaña sin descalificar ni agredir, se proscribe el uso de información personal o íntima, se obliga a la verdad y a la “lucha contra los fake news”, se repudia el uso de trolls y bots en redes sociales, se rechaza el vandalismo en la vía pública y se afirma que no se recibirán recursos que provengan de negocios ilícitos.

Twitteado por el candidato el 20 de abril a las 5:40 p.m., el citado manifiesto, ya sabemos, no fue más que una monumental farsa, un pedazo de papel que, en palabras del ingeniero, Rodolfo, no sirve ni siquiera para limpiarse el trasero.

Concomitante con la divulgación de la pieza, los asesores de la campaña petrista, el uno fugado del Ecuador por ser cómplice de la corrupción de Correa, el otro, acusado de pertenecer a un grupo terrorista en España y el más joven, un pequeño Goebbels de mostacho, graduado de la Universidad de la Amistad de los Pueblos, en Moscú, planeaban cómo violar meticulosamente todos los preceptos de campaña limpia que se habían comprometido solemnemente a cumplir.

Los petrovideos ofrecen una perspectiva fascinante de toda la nauseabunda cloaca en que se convirtió la campaña petrista. Es sicariato moral en su más alta expresión. Mentiras, calumnias, ataques personales, inventos descarados, odio, resentimiento y agresiones, todo planeado meticulosamente y magnificado a través de un sofisticado esquema de bodegas y bots encargado de nutrir a las redes sociales con esta basura. ¡Ah! Y se me olvidaba, hasta dineros -no pocos- sin registrar en la contabilidad de la campaña que, por lo tanto, pudiesen exceder los topes de gasto, con las implicaciones penales del caso.

El problema, sin embargo, no es que la campaña haya violado el manifiesto anunciado, ni que hubieran sido tan idiotas de autochuzarse, grabando las mismas conversaciones que los iban a comprometer (“A la primera que la prensa se entere, se jodió todo”, dice uno de los interlocutores). Las campañas son generalmente el ensayo general de los gobiernos. De ser elegido Petro como presidente, aterroriza saber de lo que son capaces. Vendrán toda clase de persecuciones en contra de los opositores, que seguramente no se quedarán tan solo en campañas de desprestigio. Fabricarán expedientes y acusaciones, violarán la privacidad, habrá intimidaciones, detenciones arbitrarias y retaliaciones de toda naturaleza.

Y, claro, para ocultarlo, seguramente producirán otro hipócrita decálogo de políticas diciéndole al mundo que lo de ellos siempre ha sido el más estricto respeto por la democracia, la libertad de expresión y los derechos de los ciudadanos.

Esta melancólica campaña está por concluir y, al momento de escribir esta columna, solo algunas cosas son (casi) seguras.

La primera, que el resultado entre los dos candidatos, el ingeniero Rodolfo Hernández y Gustavo Petro será muy apretado, posiblemente menos de un par de puntos porcentuales, lo cual se traduce en tan solo unos cuantos centenares de miles de miles de votos, si acaso. No será lo que ocurrió en las elecciones de los últimos veinte años donde el ganador superó por millones de votos a su contrincante. Esto tiene profundas implicaciones políticas, porque ganar por poco no es igual que ganar por mucho.

En política el tamaño del mandato importa, y mucho. No debería Gustavo Petro –de ser ganador– decir que tiene un mandato indiscutible y masivo para hacer su “revolución” aunque, seguramente, le importará un bledo. Así gane por un voto dirá que tiene carta blanca para convocar a una asamblea constituyente para corregir todos los males irredentos de la república y acabaremos con una crisis institucional de incierta resolución.

La segunda, que nos debemos asustar.

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