Consumimos ideas envenenadas creyendo que es agua potable.

Somos consumidores natos. De mercancías sin valor, de alimentos cultivados con pesticidas, de productos simbólicos que nos prometen maravillas como si un desodorante pudiera convertir a alguien en una especie de flautista de Hamelin o un automotor X convirtiera un sapo en un príncipe, a la vieja usanza de los cuentos infantiles.
Las redes sociales lograron lo que el mercado de las ideas y los medios de comunicación no pudieron: volver a la masa en consumidora de dogmas políticos, noticias falsas y mentiras salvajes acerca de la ciencia, la salud, la vida y el poder.
La gente consume mentiras que adopta como firmes creencias, consume tergiversaciones y versiones acomodadas de los hechos como quien se empaqueta un plato de fríjoles sin respirar.
Gracias a este consumismo sin control ni verificación, los políticos venden miedo, polarización, crispación y lo convierten en un rentable negocio que genera dinero y poder, poder y dinero, porque ambos van de la mano, ya que se accede al poder, no para servir, para mejorar la vida de la gente, sino para enriquecerse, para multiplicar las cuentas bancarias o llevar la plata a paraísos fiscales, porque eso da estatus, como si esta sociedad no hubiera salido nunca de los oscuros túneles de los años 80.