DESOLADOR PANORAMA

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Por Dr. José Gregorio Hernández Galindo

A nadie se oculta que el país afronta una de las peores crisis de orden institucional en muchos años. Es tan difícil la situación -caracterizada  por la prolongación indefinida del paro, el imposible diálogo, el vandalismo, la violencia, los excesos policiales en el uso de las armas, los bloqueos, la participación de civiles armados disparando contra los manifestantes, las vacilaciones y la falta de control real por parte del Ejecutivo, entre otros factores- que han pasado a segundo o tercer plano -al menos en las prioridades oficiales y en los medios de comunicación- las preocupaciones ocasionadas por el COVID-19 en su momento de mayor gravedad (alrededor de quinientas muertes diarias, lo que resulta francamente aterrador).  

Cuanto ha venido ocurriendo -si se mira con un sentido objetivo-, está causando enorme daño a todos: ante todo a las instituciones, que han entrado en un inaceptable paréntesis; al Gobierno, que se ha mostrado renuente al diálogo y ha querido disimular su evidente debilidad y falta de liderazgo con la apelación al autoritarismo, propiciando abusos de la fuerza pública y violación de derechos humanos; a la Policía, que ha cambiado el tradicional respeto y confianza de la ciudadanía por el miedo y el rechazo generalizado, y que en muchos lugares se ha hecho acompañar, o al menos no ha rechazado la compañía de civiles armados ilegalmente;  a los miembros del denominado Comité de Paro, que en razón de los bloqueos han venido perdiendo legitimidad y no tienen la representación de todos los sectores de protestantes; a los organizadores de las marchas, porque éstas -aunque, en principio pacíficas- han sido infiltradas por grupos violentos que han incendiado y destruido bienes públicos y que, por paradoja, no han sido neutralizados por las autoridades; a los  órganos de control, investigación y defensa de la ciudadanía, que han perdido credibilidad porque no han ejercido sus funciones constitucionales a cabalidad; al Congreso, que se ha dejado comprar por la “mermelada” y no ha querido ejercer el control político que le corresponde; y, por supuesto, los perjuicios más graves los han  sufrido la economía y los ciudadanos del común -incluidos los más pobres-, por cuanto los bloqueos a las vías públicas han impedido el suministro y abastecimiento de productos, encareciéndolos, y ha sido obstaculizado inclusive el paso de medicamentos, ambulancias y personal asistencial, en plena crisis de salud.  

Han sido evidentes el desconocimiento y la vulneración de normas, tanto constitucionales como legales e internacionales sobre Derechos Humanos. Basta ver que a diario aumenta el número de muertos y desaparecidos durante las protestas, con grandes probabilidades de impunidad generalizada. 

No hemos escuchado una condena presidencial a los excesos de la fuerza pública, ni se ha indagado por qué, ni cómo han tenido lugar los casos -ampliamente denunciados- de homicidios, violencia sexual y desaparición forzada en el curso de las marchas.  

Ha brillado por su ausencia un pronunciamiento oficial sobre el reconocimiento público de civiles que han constituido grupos privados armados y que, so pretexto de defensa, disparan contra los marchantes. No hay judicialización, ni procesos penales sobre tan delicado asunto. 

Un panorama oscuro y desolador, en que hace mucha falta el Derecho. 

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