La cultura del odio

0
1725

Hace poco, en una biblioteca de Bello, Antioquia, al finalizar una grata conversación en público con dos escritores de la región, se levantó un señor que estaba sentado en la primera fila del auditorio y pidió la palabra. Fue una intervención memorable. Habló de cómo, desde niño, le enseñaron a odiar. Creció en un hogar de católicos recalcitrantes y le enseñaron a odiar a los ateos, gente sin fe y sin Dios, sospechosa de llevar vidas licenciosas y desordenadas. Luego, en sus años de adolescente, unos tipos en Cuba hicieron una revolución, y entonces le enseñaron a odiar a los comunistas, gente rara que no creía en el trabajo ni en la propiedad privada. Más tarde, le enseñaron a odiar a los negros, una raza de perezosos y sinvergüenzas que si no la hacían a la entrada la hacían a la salida. Y así, a lo largo de su vida, toda su educación había sido siempre en contra de algo o de alguien, consejos para defenderse, para contraatacar, para no dejarse, para protegerse de los demás.

Esa lista, si empezamos a ampliarla, se vuelve infinita. Los cónclaves masculinos hablando en contra de las mujeres, las madres y abuelas previniendo a sus hijas y nietas contra los hombres, los de Santa Fe detestando a los de Millonarios y viceversa, cierta gente de la capital hablando en contra de “los paisas”, los de Cali hablando de “los rolos”, los del Caribe hablando de “los cachacos”, los de una creencia religiosa hablando en contra de las otras creencias o de los que no tienen ninguna, los conservadores hablando contra los liberales, los de izquierda hablando contra los liberales y los conservadores, los de tal universidad contra tal otra, los de una tribu urbana contra las otras, los del norte de Bogotá contra los del sur, los del sur contra los del norte, ciertos fanáticos religiosos alegando contra los gays, los bisexuales y los transexuales, ciertas pandillas de homofóbicos aborreciendo a sus colegas homosexuales, los flacos contra los gordos, los apologistas de las buenas costumbres contra los yonquis, a los que no les gusta el deporte contra los deportistas, los que se creen exitosos detestando a “los fracasados”, los resentidos en contra de los que hacen bien su trabajo, todos contra los judíos, todos contra los musulmanes, todos en contra de los extranjeros que practican costumbres raras, en fin, todos contra todos.

Así crecimos, así hemos vivido: aprendiendo siempre a odiar a alguien. El machismo, el maltrato infantil, la segregación social, el racismo, el clasismo, la violencia laboral, todas esas taras tienen su origen en una educación cuya base fundamental es el odio. Nos alimentamos de él, no sabemos vivir sin su influjo contaminante y nefasto. Y lo peor de todo es que es muy fácil de contagiar. Por eso algunos expertos en salud pública lo consideran hoy en día una pandemia, una enfermedad que se ha propagado a velocidades alarmantes. Las verdaderas consecuencias aún no las hemos medido.

Odiar va creando, además, una personalidad narcisista que se va anclando cada vez con mayor fuerza en el yo. Lo único importante es lo que me sucede a mí. Yo soy el centro del mundo. Yo tengo la razón. Nadie se da cuenta de la verdad, excepto yo. Nadie ha sufrido como yo. Es que nadie sabe por las que me ha tocado pasar a mí. Mi vida no ha sido cualquier cosa. Todo el mundo está muy mal, menos yo, que sí me doy cuenta de todo. Yo, yo, yo. Las consecuencias físicas y mentales de ese exceso de presencia en sí mismo son muy negativas. El sujeto no puede expandirse, explayarse, compartir, enriquecerse con las experiencias de los otros. Es difícil también que pueda darse a los demás, entregarse, disfrutar de la generosidad. Por ende, cada vez estará más atrapado, más encarcelado, y su odio se irá agigantando también. Es un círculo vicioso que se retroalimenta cada día. Odiar debilita mucho.

Las consecuencias económicas son también devastadoras. No logramos trabajar en equipo, no podemos cooperar, no sabemos hacer grupo para crecer como sociedad. El odio impide asociarse para alcanzar metas comunes.
Darnos cuenta de esta educación perversa ya es un paso. Quizás el siguiente sea empezar a respetar y a estimar a aquéllos que, aunque sean diferentes en su raza, sus equipos de fútbol o sus creencias religiosas, pueden llegar a ser nuestros mejores amigos, nuestros socios o nuestras parejas sentimentales. Quizás allá, en donde me enseñaron que era territorio enemigo, me está esperando alguien para darme un abrazo.»

Por Mario Mendoza.

Cuadro de comentarios de Facebook