COVID-19: la guerra perfecta

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Por: Jorge Alberto Velásquez B.

Ninguna distopía llegó tan lejos.

Padecemos una guerra anunciada, a pesar de lo cual cogió por sorpresa a casi todo el mundo.

Diferente a las guerras convencionales, esta no tiene ejércitos en un campo de batalla delimitado territorialmente y tampoco tiene un enemigo único. El enemigo a vencer somos todos. Se libra contra una población indefensa, vulnerable y, en muchos casos, enferma.

El arma no podía ser más letal: un virus invisible, mudable, difícil de detectar, con conductas insospechadas, que ataca por igual a jóvenes, adultos y mayores, aunque sus víctimas preferidas son las personas mayores de 65 años y los enfermos, quienes son, coincidencialmente, los pacientes más costosos para el sector de la salud: un virus altamente selectivo.

No hay gasto en armas ni en transporte. El virus, una vez creado se multiplica por sí mismo y cada víctima se encarga de movilizarlo y repartirlo indiscriminadamente. En cuestión de cuatro meses, todos los países estaban comprometidos. Esta condición la convierte en una guerra de todos contra todos: cualquiera puede ser el agresor y cualquiera, la víctima, aún dentro de la propia familia, lo que nos convierte a todos en enemigos y sospechosos. Por eso es una guerra que aísla a las personas, rompe los vínculos de cercanía, crea desconfianza. En esta guerra no haya trincheras. La primera línea de defensa es la salud, una línea débil, desprotegida, diezmada año a año por gobiernos indolentes y por una privatización a ultranza, que convirtió “el derecho a la salud” en el gran negocio de la salud. La inversión en salud en la mayoría de los países es ínfima, bajísima, porque todos los países tienen la orden perentoria de desmontar la salud pública en provecho del negocio privado de la salud. En Colombia, por ejemplo, esa orden la imparte la Constitución Política.

Además, el personal médico y paramédico recibe bajos salarios y no se les paga a tiempo y los hospitales tienen grandes vacíos en dotación. Este virus mostró las carencias de camas UCI y de implementos en los hospitales y clínicas del país.

Es una guerra que no deja daños en la infraestructura ni en los bienes de capital, no destruye ciudades ni carreteras ni oleoductos ni plantas de energía: “solo” daños personales, vidas humanas; personas que no están en la categoría de bienes estratégicos para el sistema. Una guerra que mata personas débiles y vulnerables en un mundo superpoblado. ¿Le suena?
Para la gente, la salud es lo más importante.

Para los señores de la guerra, lo más importante es el dinero. Y dinero es lo que se mueve ahora en materia de contratación por parte de los gobiernos de todos los niveles, contratos sin control ni auditoría, “porque estamos en emergencia”. Y también habrá dinero a chorros a cambio de vacunas. Los negociantes de la salud ganan por partida doble: se libran de los pacientes más costosos y hacen el negocio del siglo vendiendo vacunas, cuyos efectos reales solo se conocerán a la vuelta de los años y sin responsabilidad civil extracontractual ni responsabilidad penal, porque acaban de ser exonerados en caso de posibles efectos colaterales.

Mucha gente, muchísima, no duerme por los efectos de la pandemia en la salud mental y en la economía.

Otra coincidencia: la corrupción tampoco duerme.

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