Una estrategia indebida

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Se trata de una indebida estrategia de sabotaje, contraria a la institucionalidad.

Por José Gregorio Hernández G.

¿Sería correcto que un trabajador observara y repitiera, sin excusa, esa misma conducta? ¿Qué haría el empleador? ¿Pagaría el salario por los días no laborados? ¿Se iría configurando una justa causa de despido?

¿Entonces, por qué razón sería válida esa conducta cuando se trata de congresistas? Entendíamos que ellos cumplen una función constitucional, la legislativa, y que se les paga por cumplirla, por asistir y participar en las sesiones ordinarias, extraordinarias y especiales; por tomar parte en los debates y en las votaciones. Eso entendíamos, pero ocurre que algunos congresistas se enorgullecen públicamente de romper el quorum e impedir que se lleven a cabo los debates necesarios para el trámite de proyectos de ley o de acto legislativo.

Ese procedimiento no solo es contrario a la ética del congresista –llamado a dar ejemplo–, sino que mediante esa reprobable conducta se obstruye una función pública. Se trata de una indebida estrategia de sabotaje, contraria a la institucionalidad. ¿A quienes, habiendo respondido al llamado a lista, se retiran consuetudinariamente para desintegrar el quorum… se les paga sin haber trabajado?

Quienes no comparten el contenido de un proyecto tienen garantizado el derecho a votar en contra. Hacer imposible el debate, no es otra cosa que una vía de hecho.

Según el artículo 150 de la Constitución, corresponde al Congreso “hacer las leyes”. Interpretarlas, reformarlas y derogarlas. Legislar. Esa es su función primordial, junto con la facultad de reformar la Constitución (artículo 375) y con el ejercicio del control político sobre el gobierno y la administración (artículo 114).

Para todo ello es necesario que las cámaras sesionen. Si no lo hacen, debiendo y pudiendo hacerlo, desacatan la Constitución.

No confundamos. No se trata de aprobar todas las iniciativas de ley o de reforma, bien que provengan de sus integrantes, del Gobierno, de otros órganos autorizados o del pueblo –iniciativa popular–. Los congresistas pueden aprobar, negar o modificar los proyectos. Pero las sesiones deben tener lugar para que se tramiten los debates que exige la Constitución: cuatro para las leyes, ocho para los actos legislativos. Si no hay sesiones, no hay debates y, por tanto, la institución misma –el Congreso– no está operando.

Un debate es, precisamente, la oportunidad que –en la democracia y según sus reglas– tiene un cuerpo colegiado para, previos conocimiento, deliberación y votación, decidir si aprueba, rechaza o modifica los proyectos que le son presentados. Y, como lo ha expresado varias veces la Corte Constitucional, “sin discusión no hay debate”. Si se impide el debate, a causa de la estrategia consistente en desbaratar el quorum, se impide la discusión y no se deja que los legisladores cumplidos ejerzan el derecho de participar en ella, controvertir y votar.

Es claro que los congresistas no están obligados a aprobar, como vienen, los proyectos que presente el Gobierno o las iniciativas populares o de otros organismos previstos en la Constitución. Pueden estar en completo desacuerdo, y las bancadas están en posibilidad de asumir una posición en los distintos debates, bien sea para introducir ajustes o para negar o improbar, con base en fundamentos y argumentos. Pero la Constitución y el Reglamento del Congreso (Ley 5 de 1992) contemplan reglas sobre los trámites, que deben ser cumplidas. Quienes no comparten el contenido de un proyecto tienen garantizado el derecho a votar en contra. Hacer imposible el debate, mediante una irrazonable y malintencionada ruptura del quorum, no es otra cosa que una vía de hecho.

Finalmente: no se olvide que, según el artículo 183 de la Constitución, se pierde la investidura de congresista “por la inasistencia, en un mismo período de sesiones, a seis reuniones plenarias en las que se voten proyectos de acto legislativo, de ley o mociones de censura”.

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