No reformar por reformar

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La Constitución debe ser estable y no tan frágil que su texto vaya al vaivén de intereses políticos.

Si algo se ha demostrado en el curso de los treinta y dos años de vigencia de la Constitución de 1991, ha sido la tendencia del Congreso a reformarla por razones coyunturales o de conveniencia de momento, más que por la verdadera necesidad e importancia de los cambios, y sin mayores esfuerzos por preservar su integridad y coherencia.

Ello ha generado gran inestabilidad y en muchos casos ha conducido a contradicciones y equívocos, algunos de los cuales ha tenido que corregir la jurisprudencia de la Corte Constitucional. Además, varias de las casi sesenta reformas introducidas no se requerían o fueron inconvenientes. Así, la del Acto Legislativo 1/02, por la cual se permitió que alguien no nacido en Colombia, hijo de padre o madre naturales o nacionales colombianos, pueda adquirir la nacionalidad por nacimiento sin siquiera visitarnos, pues basta que se registre en una oficina consular de la República en el exterior. O la del Acto Legislativo 2/04 –por la cual se consagró la reelección del presidente en ejercicio, pese a la desigualdad que se generaba frente a otros candidatos–, cuya derogación se aprobó mediante Acto Legislativo 2/15, a propuesta de un gobierno reelegido. O la que, en Acto Legislativo 3/11, aplazó indefinidamente la vigencia del Estado social de derecho –uno de los elementos básicos de la Constitución de 1991–, condicionando los derechos y la actividad estatal al principio de sostenibilidad fiscal, que generalmente es invocado sin sustento por la burocracia económica.

Como lo hemos escrito varias veces, sería una inconsecuencia predicar la absoluta rigidez o petrificación del estatuto fundamental mientras quien ejerce el poder de reforma no sustituya sus valores y principios esenciales. Una Constitución irreformable no garantiza la continuidad de su vigencia. Por el contrario, puede resultar revaluada por la evolución y el cambio de los hechos y las situaciones en materia política, económica, social, científica, ecológica, tecnológica. Se impone, entonces, el requerimiento de revisiones, ajustes y modificaciones que pongan a tono el ordenamiento con nuevas realidades. Para eso han sido contempladas las vías que en la actualidad contemplan los artículos 294 y siguientes de la carta política: el acto legislativo aprobado por el Congreso, la asamblea constituyente convocada por el pueblo y el referendo.

Sería una inconsecuencia predicar la absoluta rigidez o petrificación del estatuto fundamental mientras quien ejerce el poder de reforma no sustituya sus valores y principios esenciales.

Pero una reforma constitucional debe requerirse, en el alto nivel que corresponde al ordenamiento fundamental del Estado; estar plenamente justificada, ser verdaderamente importante y de trascendencia, como para que tengan que ser modificadas las reglas originales, aprobadas por el Constituyente. Se asemeja a una operación de alta cirugía en el organismo de una persona, como lo escribiera el autor alemán Karl Loewenstein.

La Constitución debe ser estable. Y no ha de ser tan frágil y provisional que su texto vaya al vaivén de los intereses políticos, acomodándose según criterios puramente coyunturales y por el apremio partidista. No puede convertirse en una “colcha de retazos”, que se cambia por puro interés político transitorio, y, además, sin consultar el contexto, la coherencia interna del sistema institucional, ni el interés general de la colectividad. El poder de reforma goza de una competencia que le ha conferido el Constituyente originario, para mejorarla cuando ello sea exigible, no para acomodarla, según intereses menores.

Reitero que eso no significa descalificar toda reforma constitucional. Algunas reglas vigentes merecen ajustes, como las relativas a los fueros de investigación y juzgamiento; o las aplicables a la Comisión de Acusación de la Cámara de Representantes –que han dado lugar a enorme impunidad–; o las referentes a la postulación y elección de los titulares de Fiscalía y órganos de control, que deberían garantizar verdaderamente su independencia y autonomía frente al Gobierno.

Todo depende del contenido de las enmiendas constitucionales que se propongan. No se trata de reformar por reformar. Eso debilita la Constitución.

JOSÉ GREGORIO HERNÁNDEZ

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