LO FEO DEL PAISA

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Por: Clarita Gómez de Melo

Comienzo diciendo que soy paisa. Claro que vivo en Bogotá, pero es que nadie es perfecto! Soy psicoanalista y ese era un trabajo difícil en Medellín, pues aquí gustaba mucho más la confesión, pues es gratis y enciman el cielo. Y en Antioquia corren para donde haya rebajas y den ñapas. Las señoras nunca se realizan más que en una «realización» y le piden rebaja a un termómetro.

Para hablar de lo feo habrían sido mejores Tola y Maruja, que son tan buenos, tan agudos, tan ingeniosos, que no parecen paisas. Es cierto que los antioqueños nos reímos fácilmente, pero tal vez por eso ha sido poco el esfuerzo en este campo.

Los chistes antioqueños son burdos, simples, sin ingenio. Buscan hacer reír con la vulgaridad, la palabra fea, la ordinariez. Fuera de esto, el humor local se distingue por la vitalidad de frases hechas y refranes. No se espera de un paisa que haga un buen chiste en la conversación, que sea ingenioso. Lo que se espera es que repita con oportunidad los chistes y refranes que ha oído y, sobre todo, las exageraciones. El chistoso es el que repite y se sabe muchos de estos dichos, casi todos españoles El único refrán que es con seguridad invento local es «antioqueño no se vara».

Uno de los rasgos más feos es el racismo, suave y un poco vergonzante, pero real. Las abuelas y mamás siempre preguntan por el color del novio. Los refranes son claros: «Negro con saco, se pierde el negro y se pierde el saco», «Negro que no la hace a la entrada la hace a la salida». En Carrasquilla se dice: «Los negros a la cocina y los blancos a la tarima», «negro no la hace limpia». La copla popular, que reitera el desprecio a los negros, musita por excepción alguna respuesta: «Si vieres comer a un blanco / de algún negro en compañía / o el blanco le debe al negro / o es del negro la comida». Aunque aquí los insultos, a diferencia de Bogotá, son con negro y no con indio, estos no se escaparon, y quedan algunos refranes, aunque han perdido su connotación peyorativa: «Indio comido, indio ido».

Aquí se habla desde hace mucho tiempo de la raza antioqueña . Nadie habla de la bogotana o caleña o santandereana o colombiana, pues eso no existe, como no existe antioqueña.

Somos hijos del mestizaje y son tan antioqueños los monos de Marinilla como los negros de Remedios o los mestizos más o menos aindiados de Frontino o Urrao. Pero el mito de la raza antioqueña pretende que el valor de lo antioqueño surge de que somos todos como los ricos de Rionegro o Medellín, que eran un poco más blancos que los demás, y que viene en la sangre. No sabemos en qué sangre, pues unos dicen que somos vascos, otros que judíos y los historiadores alegan que el mestizaje antioqueño no es muy distinto al de Colombia o América Española, que mezcló andaluces y castellanos primero y luego añadió a los vascos.

A la idea de raza se añadió el cuento de la antioqueñidad, que es un reguero de lugares comunes que hacen del paisa una caricatura. Esa antioqueñidad está hecha de lo pintoresco, de folclor convencional, de exaltación del carriel, de la música más pobre de la tradición popular, de comida típica, de aguardiente (para mejorar las rentas de la Licorera, que ayuda a los políticos que promueven la antioqueñidad), de la idea de que somos muy especiales en costumbres, que son casi siempre importadas o comunes a muchos otros países. Por ejemplo, el carriel fue una bolsita de los mineros ingleses (carry all). La bandeja paisa, que se llama así hace poco (en El testamento del paisa, que es de 1961, lo llaman dizque «almuerzo de maromero»), la encuentro descrita así: «el plato nacional está compuesto por arroz, carne desmechada y caraota» y con plátano maduro frito al lado se llama «pabellón con baranda»: es el plato nacional de Venezuela, y con el nombre de casado es el plato nacional de Costa Rica. El «oloroso tamal» de Juan José Botero es plato nacional en Venezuela, México y Costa Rica, que yo sepa, y los venezolanos están seguros de que inventaron la arepa.

La cultura de la antioqueñidad es más bien rara. Antes de los narcos, aquí había una más bien austera, la ostentación y el derroche eran mal vistos, mirábamos al mundo, queríamos aprender de los demás. Los narcos nos enseñaron las virtudes del derroche, la parranda escandalosa, la generosidad ostentosa. Hoy ya no pesan tanto, pero nos dejaron su herencia: lo que cuenta es la rumba y para las autoridades son más importantes la fiesta y la feria que parar la violencia o mejorar la educación. Aquí ponen una bomba y la televisión se llena de invitaciones a tomar aguardiente a mitad de precio el día siguiente: ya ni siquiera les hacemos el duelo a los muertos.

Una de las cosas más feas ha sido el «hacha que mis mayores…», la cual, según Efe Gómez, era lo más destructivo: «El hacha del antioqueño y el caballo de Atila serán en adelante en la historia los símbolos definitivos de la desolación; con la sola diferencia de que Atila asolaba para saquear y los antioqueños para sembrar maíz. Y saquear ha continuado siendo un magnífico negocio, en tanto que sembrar maíz no ha dado nunca los gastos».

Cada vez los paisas se miran más el ombligo. Es un problema de inseguridad. Toda ciudad, toda región, todo país, tiene cosas buenas y malas. Hay rasgos, desde el siglo XIX, que pueden ser feos. La gana de plata era para unos excesiva, aunque para otros era una forma de la virtud del trabajo y del deseo de progresar, y algo democrático: una sociedad sin aristocracia donde la plata igualaba. Un viajero francés, Saffray, escribió hace 150 años: «El dinero es lo único que da a cada cual su valor. El muletero enriquecido llega a ser don Fulano de Tal; y si pierde su fortuna no ha de imponerse privaciones para conservar su rango adquirido por casualidad; vuelve a vestir su antiguo traje… El único término de comparación es el dinero: un hombre se enriquece por la usura, los fraudes comerciales, la fabricación de moneda falsa u otros medios por el estilo, y se dice de él es muy ingenioso!». Hace diez años, en todas partes decían que un refrán local era «haga plata, mijo. Si puede, honradamente. Pero si no, haga plata, mijo». Hacer plata sí ha sido una obsesión local, y muchas cosas buenas se sacrificaron por la plata.

Medellín, que tiene sitios tan bonitos, pero tanta zona feísima, es pobre en espacios públicos, en parques, en hitos urbanos. Aquí todo se tumbó para hacer lo nuevo encima: no quedó ciudad colonial, no quedó ciudad del siglo XIX. Pavimentamos el río que cruzaba la ciudad vieja, la quebrada Santa Elena, pero seguimos llamando al cemento La Playa . Y por la plata (no sé si para hacerla o robarla) se hizo el adefesio del Metro por el Parque de Berrío, que convirtió a la Gobernación en un orinal y a la Candelaria, en una iglesita de pesebre: el altar es la estación. Ni en Estados Unidos, adoradores del becerro de oro, son capaces de poner una estación que tape el Capitolio. Aquí no solo se adora el becerro de oro: lo ordeñan pa vender la leche!. La falda de la mamá.

Frente a las cosas feas, la reacción es asumirlas como si fueran una maravilla. Le cantamos al hacha con entusiasmo, cada que entonamos, con entusiasmo que comparto, el himno antioqueño. Creemos que Medellín, después de ese machetazo a la Avenida Oriental, después del Metro por el centro, es la ciudad más hermosa del planeta. Antes creíamos que tenía la catedral más grande del mundo, «de ladrillo cocido». Tenemos que exagerar para sentirnos tranquilos. Nos sentimos chiquiticos si no decimos que somos los mejores y más ingeniosos del mundo, los más madrugadores y trabajadores, los del ritmo paisa -que solo sirve para levantarse temprano, porque para bailar no: los antioqueños hemos sido, aunque cada vez menos, muy reprimidos a nivel pélvico. Aquí las cosas ya no son muy buenas o bonitas, sino «demasiado buenas» o «demasiado bonitas». En la Gobernación, el ascensor que lleva a la oficina del Gobernador tiene un letrero que advierte: «Este ascensor es demasiado seguro». La exageración tiene cierto dejo trágico: de lo mejor se dice que es «horrible de bueno».

No quiero ejercer de psicoanalista, pero a los paisas les resulta difícil bajarse de la falda de la mama. Muchos de los asesinatos de los adolescentes, según dicen, eran para llevarle nevera a la cucha. A ningún hombre le saben los frisoles o la arepa de la señora como los de la mamá. Y las mamás son expertas en crearles culpa a sus crías, que siguen pegadas a la teta. Claro que otro cambio que debemos a ese cataclismo cultural de la plata de la droga, es que ya no nos gusta la belleza natural de las mujeres, sino la de silicona. Quién sabe cómo será el complejo de Edipo de estos muchachos de ahora, a los que la leche les debe saber a plástico. Porque Medellín se está volviendo la capital de la silicona.

El poder de la mamá puede tener relación con el que tuvo la Iglesia, y que fue bastante maluco: en Antioquia estaba prohibido bailar, ponerse suéter, leer El Espectador y EL TIEMPO, ser liberal, separarse. A quien desobedecía a Monseñor Salazar y Herrera, Monseñor Caycedo o Monseñor Builes, lo «pulpitiaban», y si una mujer se separaba la declaraban «mujer infame». Con tanta represión el desquite fue total: la sexualidad se soltó y el demonio, que antes se quedaba en Puerto Berrío, se apoderó de los paisas. La gente dejó de hacer caso a la religión y a los mandamientos, y las acciones de la Iglesia se desvalorizaron. Fue tal la crisis, o el influjo de Satanás, o el gusto por la plata, que la Arquidiócesis convirtió el Seminario en Centro Comercial. A los paisas los cuidaban la Iglesia, la mamá y El Colombiano. De esta santísima trinidad solo está firme El Colombiano, porque lo que es a la Iglesia y a las mamás ya pocos les comen cuento.

Tampoco me parece bonito ese acento exagerado, esas ganas de mostrar que somos ordinarios. Ni los nombres que les gustaban a los papás paisas: que dizque Clara Victoria o Nicanor! Y eso que no nos tocó la hora de la verdadera antioqueñidad, la de los John, William, Morgan Echavarría y los Orson Vélez. Quizás lo más feo es que queremos ser tribu. En cualquier parte hay gente de todas clases. Buenos y pícaros; gente simpática y antipática; generosa y amarrada. Pero aquí exigimos que nos juzguen en bloque, que hablen de «los paisas» o de «los antioqueños». Y reivindicamos solo la parte buena de la tribu: son antioqueños los deportistas que ganan, los políticos que triunfan, los empresarios exitosos, pero no los desempleados, ni los pobres o los negros, ni los empleados corruptos, ni los delincuentes, ni las putas. Y después de enumerar lo bueno inflamos pecho con lo que algunos hacen. Vivimos de la gloria de Botero o sentimos que Juanes debe sus éxitos a algo que también hice yo. Y lo que nos emociona es que les paren bolas en Miami o Nueva York.

Estos orgullos vicarios tienen un problema: la misma tribu ha hecho aportes tan importantes a la vida nacional como Pablo Escobar, Carlos Castaño o Pedro Antonio Marín. Somos muy ingeniosos e inventamos cómo volar un avión lleno de pasajeros inocentes, hemos llevado las masacres y el terror a un desarrollo incomparable, con mucha industria y organización. Según esas páginas de dulce melosería que describen a los paisas en Internet, los antioqueños reciben con los brazos abiertos a los extranjeros. Claro!, pero que cuiden la billetera. Somos muy trabajadores, pero, como lo ha escrito Fernando Vallejo, la más trabajadora ha sido la muerte: hemos mandado para el otro lado a casi 100.000 personas en veinte años, más que en la guerra de los Balcanes. Esa sí es gracia!.

El auge del narcotráfico y la violencia nos averguenzan callada e íntimamente y por eso ahora solo hablamos de cómo somos de buenos, inteligentes, recursivos y pacíficos. «Chicaniando», mostrando la mitad de la moneda. Nos volvimos mentirosos, para engañar a todo el que viene a Medellín y nos acabamos creyendo la mentira. Por eso, no podemos arreglar los problemas que tenemos. Cómo mejorar la educación, si estamos convencidos de que es una maravilla? Cómo resolver el problema de la violencia, si creemos que es igual en todas partes y que es lo mismo en Nueva York o Bogotá, donde también lo matan a uno? Pero no vemos que en Medellín mueren 3.000 personas al año, cuando en Bogotá, que tiene tres veces más habitantes, ya han logrado bajar a menos de 2.000.

Insisto: estoy mirando solo la mitad del problema. Pero me pidieron hablar de lo feo… Habría podido hablar de lo bueno, porque hay muchas cosas buenas entre mis coterráneos, pero esa suerte la tuvo Nicanor Restrepo. Pero lo más feo es que no aguantamos lo que somos, que queremos engañarnos viendo solo la mitad y negando el resto. Tenemos que demostrar que somos grandes.

Clarita Gómez es psiconalista y columnista de EL TIEMPO

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