Señales de la vida

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Por: Carlos Gustavo Álvarez
Las pequeñas cosas también instruyen grandes lecciones.

Hace pocos días, una intrascendente calamidad doméstica vino a servirme de epifanía. Mientras desbarataba la complicada sencillez de un mueble, la pereza en el seguimiento de los pasos que había cumplido a cabalidad para armarlo despeñó estrepitosamente una sorpresa de objetos. El estrago de vidrios rotos y la anunciación de una limpieza imprevista condujeron al asomo de una rabia, a la conjetura de una queja.

Así solemos reaccionar ante la incertidumbre y lo inesperado. Con un espectro de respuestas que van desde las maldiciones procaces hasta la pregunta inveterada: ¿Por qué tenía que pasarme esto a mí? Entonces nos metamorfoseamos en víctimas y armamos una conjura del Cosmos contra nuestro pobre ser.

Miré el caos multiplicado sobre el piso. Y entonces me llegó el mensaje de la vida que me hizo trascender hacia el entendimiento.

Las pequeñas cosas también instruyen grandes lecciones. Nada de lo que se había roto era importante, vital e imprescindible. Lo había mantenido ahí por el prurito de la acumulación, por el desentendimiento de revisar si en verdad necesitamos los objetos arrumados. Al acopiar el desperdicio agradecí la enseñanza. Y la vida continuó más ligera y liviana, como debe ser. He llegado a la etapa en que mi gran fortuna no es tener mucho sino necesitar poco.

Hay ocasiones en que la vida viene a llamarnos la atención. Impaciente de enviar mensajes que hemos desentendido. No le queda otra alternativa. Y una pérdida de objetos, de relaciones, la ruptura de los goznes de nuestro pensamiento herrumbroso, que nosotros convertimos en quebranto irredento, son, en realidad, un mensaje palmario para que revisemos la vigencia del esclavizante apego, la genuflexión enceguecida al pasado, la anteojera que nos impide abrir la mira al único tiempo que puede iluminar nuestra conciencia: el aquí y el ahora. Desprenderse es una catarsis.

La humanidad, en su conjunto, y los seres que poblamos la Tierra, en la unidad de nuestras esencias, hemos visto precipitarse sobre la cotidianidad que conocíamos la catástrofe de un organismo invisible, que también es la vida. La pintura de la situación que nos arrasa, y en la que el futuro se traza como un tizne o una muy oscura pincelada, está ocupando nuestra atención afligida. No es para menos.

Son macroscópicas las secuelas de este contagio mutante, al que ayudamos a multiplicarse con el desdén en las prevenciones y la desidia en aplicar lo único con que contamos para vencerlo. Y que no es, definitivamente, el encierro.

Ojalá podamos entender las señales que nos está enviando la vida. La principal de ellas, tal vez, que vivíamos en un modelo equivocado que se lucraba en el ensimismamiento, de uso y desperdicio sin límites, de desinterés por nuestro prójimo, de absoluta desconsideración con esta Tierra apaleada de ignominia.

El Universo ha tocado su campana. Lo insensato sería que cuando esto termine, seamos los mismos y nos aferremos a morar en el pasado. “Reinventarse” quedaría como un verbo tránsfuga. La lección habría sido inútil.

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