El rastro en Colombia de ‘Papillon’, el famoso criminal francés

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Hay memorias del peligroso reo en el colegio Nuestra Señora del Rosario, antigua Cárcel de Obando.

Papillon en Barranquilla

Una lluvia torrencial y de viento hostil, que se prolongó entre mediodía y atardecer, echó al suelo una bonga casi centenaria en el patio principal del colegio Nuestra Señora del Rosario.

Insectos hasta el momento solo vistos en libros o pantallas se propagaron ante los ojos de todos, pero principalmente salió a flote un pasado, que más allá de estar escrito, nunca se había hecho tan palpable.

Bajo cielo gris y entre charcos, quedaron a plenitud los pasadizos y las mazmorras de lo que fue la Cárcel de Obando, la misma que albergó en la tercera década del siglo XX a Papillon, el temible criminal francés.

“Es una ciudad importante. El primer puerto de Colombia en el Atlántico, pero situado en el estuario de un río, el río Magdalena. En cuanto a su prisión hay que decir que es importante: cuatrocientos presos y casi cien vigilantes. Ha sido organizada como cualquier prisión de Europa. Dos muros de ronda, de más de ocho metros de altura”, relató Henri Charrière o Papillon, como lo conoció el mundo a partir de su peligrosidad, sobre su estancia Barranquilla.

El personaje real definió con más finura y precisión su molde de leyenda a finales de los años 60, cuando estando en libertad publicó su famoso libro de 542 páginas.

Ha sido organizada como cualquier prisión de Europa. Dos muros de ronda, de más de ocho metros de altura

Un lenguaje diáfano que sujeta con fuerza los hilos del suspenso, empleado para narrar aciertos y fracasos de fugas e intentos fallidos, amores, mentiras y hechos que lo fascinaron siendo recluso o perseguido, le permitió vender en el mundo 14 millones de ejemplares.

Luego aparecieron los reflectores, cuando su historia fue llevada al cine por el director Franklin J. Schaffner, el mismo que ganó premio Óscar con ‘Patton’, e impactó con ‘El planeta de los simios’

Papillon en Barranquilla
La entrada de la edificación está sobre la calle 43, que en la nomenclatura antigua de la ciudad es calle Medellín.

Viaje en el tiempo

“Sabíamos que la sede del colegio en antaño sirvió como cárcel, pero poder recorrer los espacios subterráneos resultó excepcional. Eso sí, después de aquel aguacero la sugerencia entregada por los bomberos fue no andar en lugares que por tanto tiempo estuvieron sellados, debido a que se acumulan unos gases que resultan muy nocivos. Se procedió entonces a cerrar”, explica Roberto Muñoz, docente que se encuentra ligado al plantel hace 21 años.

Una placa de concreto, que necesitaba la fuerza de unos cinco adultos, podía ser levantada hasta el año 2011. La curiosidad constante de los 900 estudiantes que en promedio alberga el colegio, distribuidos en dos jornadas, representaba el riesgo de un accidente.

La abertura permitía ver lo que alguna vez fue una celda de castigo. Con más cemento se selló. Luego el verdín y la maleza fueron los puntos suspensivos en la historia, pues la intriga no cesa.

“Hemos trabajado en el colegio de tal manera que los estudiantes comprenden lo que este lugar representa en la historia de la ciudad. También nos hemos enfocado en que se comprenda importancia de contar con una escuela en lo que alguna vez fue un espacio de reclusión”, sostiene Isabel Reynel, actual rectora.

Las curvas y espacios de la edificación republicana pintada con tono ocre, guardan en 1.923 metros cuadrados singulares memorias y mitos urbanos.

En el sector de la carrera 46, entre calles Obando y Medellín (42 y 43), se dice que Papillon se voló y nunca fue encontrado.

Otras voces cuentan que sobornaba a los guardias para irse a ruedas de cumbia en el Barrio Abajo, de donde regresaba con tufo de ron antes del alba. No faltan las abuelas que aseguran haberlo visto en asaltos callejeros y regresar a su celda.

Hemos trabajado en el colegio de tal manera que los estudiantes comprenden lo que este lugar representa en la historia de la ciudad

También es popular entre los estudiantes, que el alma del francés condenado a cadena perpetua pena en el edificio.

Con el tiempo han variado discursos políticos, maneras de vestir, ídolos musicales y héroes que salvan la patria con goles, pero los miedos en el colegio siguen iguales.
“A la última hora ningún estudiante quiere ir solo al baño, ni quedarse solo en un salón”, cuenta el profesor Muñoz.

Todos los comentarios se tornan pintorescos para Hilario Gómez, uno de los cuatro vigilantes que hace turnos nocturnos en el predio. Dice que sin temores cumple con las rondas de madrugada, emplea una linterna de largo alcance y se ayuda con 16 cámaras de seguridad. “Nunca he visto nada distinto a lo que hay en cualquier colegio”.

Papillon en Barranquilla
La zona de las celdas subterráneas ya se encuentra sellada.

El Origen

Cuando París vivía, la estela de su ‘belle epoque’, el 26 de octubre de 1931, un juez determinó que Henri Charrière, de 25 años, era el culpable del asesinato de un proxeneta, cometido en el barrio Pigalle -el mismo que albergó a Ernest Hemingway y Pablo Picasso, sede del icónico Moulin Rouge.

El joven, que llegó al estrado sin esposas, acabado de rasurar y con un traje elegante hecho a la medida, defendió su inocencia, pero fue sentenciado a cadena perpetua.
Comenzó entonces un periplo por el Caribe.

Los considerados presos de alta peligrosidad eran enviados por el gobierno galo a prisiones en Guayana Francesa y tierras similares, de donde Charrière, ya avivando el remoquete de Papillon (mariposa en francés), supo “evadirse” en múltiples ocasiones, ganando así el halo de leyenda. Deambulando en el mar tras una fuga el viento lo puso en aguas colombianas, muy al norte.

Fue capturado y llevado a una prisión de Riohacha, en 1933. De allí supo salir y se adentró en rancherías, donde recreó el anhelo plasmado en su pecho. Allí, Papillon llevaba tatuada una mariposa monarca (se eleva a 100 metros) como símbolo de libertad.

Paradójicamente, era su rasgo más distintivo ante cualquier autoridad que lo buscara en el mundo.

Santa Marta fue su otra escala antes de llegar a Obando. Allí fue delatado por la madre superiora de un convento, que una noche antes le permitió alojarse. Una vez más emprendió su lucha para saltar los muros. Tras negociar monedas de oro y perlas obtenidas con los wayúu, estaba concebido su escape de la capital del Magdalena.

El militar que comandaba la prisión cedió ante las dádivas, y ambos quedaron a la espera de un aguacero nocturno que sirviera como cómplice final. Por 16 días de insomnio fue anhelada la lluvia.

En un calabozo de aquel penal soportó la entrada de la marea cada 12 horas. Y aprendió que las ratas no lo morderían si las espantaba de golpe en lugar de sujetarlas.
Entre los hechos que matizaban su compleja existencia estuvo el sabor del café, bajado de la Sierra Nevada, al igual que la añoranza de la vida primitiva del desierto guajiro, al lado de Lali y Zoraima, dos hermanas nativas con las que saboreó el amor.

Cuando se cumplió la orden del traslado a Barranquilla fue movilizado por 11 militares un poco después del desayuno. La travesía tomó tres horas y media. Junto a él, permanecían otros seis franceses a los que el mundo señalaba como sus peligrosos secuaces.

El arribo de Papillon fue un suceso para aquella Barranquilla de 1933, que conducía en su espalda el porvenir. La urbe contaba en promedio con 140 mil habitantes, se consolidaba con hitos del urbanismo y la vocación industrial que la hacía atractiva para toda clase de foráneos, era acompañada con un nivel considerable de tranquilidad.

Y en aquel puerto que acogió gente venida de innumerables guerras, Papillon halló muy pronto manos cómplices para arrojarse en busca de la libertad.

Aunque parecía inadecuado tener un preso peligroso en una ciudad con salida al mar, buena parte de la autoridad consideraba que resultaba más riesgoso llevarlo a un relieve rodeado de montañas, entre las cuales podía ocultarse para siempre.

Las verdades

Papillon fue puesto dentro de una jaula. Se encontraba en el centro de uno de los cuatro patios del penal, el de los reos más peligrosos. Rejas en las cuatro direcciones lo hacían siempre visible. Se reforzaba la intención de la estructura con un techo de concreto rígido.

Desde allí contemplaba la arquitectura del edificio y sus jardines, poco usuales para un reclusorio. Las cayenas que florecían silvestres con el rojo elocuente del trópico, eran todo lo contrario a la capital guyanesa, que lleva el nombre de la flor, y en la que vivió un tétrico encierro.

Cuando pasaban aquellos primeros días, se sorprendió con el mestizaje de sus acompañantes.

“Las pieles de esos hombres son de colores varios. Van del negro africano de los senegaleses a la piel del té de nuestros criollos de la Martinica; del ladrillo mongólico de cabellos lisos negro violáceo, al blanco puro”, escribió más tarde en el texto biográfico que tituló con su nombre.

Estaba claro que a la capital del Atlántico llegó para ser entregado a las autoridades francesas. La idea de matar a un guardia colombiano pasó por su cabeza. Esto lo llevaría a ser juzgado en esta tierra y así podría evadir el sistema penal de su país.

Con el paso del tiempo en Obando, o La 80, como también fue llamada la cárcel, todo se fue tornando más tranquilo y con espacios para labrar un sendero libertario. Los presos pasaban la mayor parte del tiempo caminando el patio y hasta el atardecer volvían a acomodarse entre barrotes.

Las pieles de esos hombres son de colores varios. Van del negro africano de los senegaleses a la piel del té de nuestros criollos de la Martinica

Un elemento sorpresa apareció. En aquella Barranquilla, que albergaba unos 4 mil habitantes extranjeros, un francés de traje impoluto cruzó la puerta del penal preguntando por Papillon.

Nada descabellado, los franceses tenían el mando de la prostitución en la ciudad. Fue así como llegó un cómplice soñado, quien emanó del Barrio Chino, el mismo que Gabriel García Márquez definió como “cuatro manzanas de músicas metálicas que hacían temblar la tierra”.

La prensa, junto a las voces radiales llegadas desde 1929, avisó rápido a las muchedumbres, que un europeo con el pecho tatuado y sentenciado a cadena perpetua, estaba en la tierra que se ufanaba de su pacifismo, justo en el Barrio Abajo.

Joseph Dega fue el proxeneta de guante blanco y dominador del hampa, quien en busca de saber de su hermano Louis, un marsellés con el que Papillon compartió en su primera prisión, se acercó al penal.

Papillon en Barranquilla
El libro escrito por el propio Henri Charrière fue un éxito internacional en ventas.

En busca de la fuga

Los diálogos entre Papillon y Dega se fijaron jueves y domingo, días autorizados para visitas dentro de la capilla. El emisario le contaba al preso lo dicho en los diarios. Fue así como supo que un barco estaba destinado para anclar pronto en Puerto Colombia y regresarlo, junto a sus paisanos, a la Guayana francesa.

Comenzó así una lucha contra el tiempo. Henri Charrière comprendía que su traslado era inminente. Cada día sumado le restaba a su esperanza de volar muy alto. Así buscó dividir funciones entre compañeros de gesta y multiplicó sus opciones con aliados reales.

Fue el mismo Dega quien le dijo, que su fuga podría perjudicar el negocio de placeres que prosperaba en una ciudad de marinos, industriales y comerciantes. Con Papillon y sus secuaces andando por cualquier calle, la Policía iba a sacudir cada mueble hasta encontrar documentos falsos y más inconsistencias, que entre gemidos y vicios vivían ocultas. Aun así, dio toda su voluntad a la peligrosa empresa.

El primer plan del que hizo parte Papillon para salir de Obando surgió de la astucia de presos locales, quienes lo invitaron a liderar la misión, lo cual no aceptó. Más tarde, en una misa dominical se enteró de los pasos a seguir y una semana después cumplía su rol secundario, pero crucial, en lo que se planeó como escape masivo.

Bajo faldas de mujeres que visitaban con frecuencia entraron armas de calibre 38 y 45. Joseph Dega, cómplice enterado de todo, no fue de visita, y el jueves mandó a una francesa de su cofradía, quien le avisó a Papillon, que para él y demás compatriotas fugados estaría un falso taxi sobre la avenida contigua (carrera 46). Los demás fugados contaban con un camión.

Cuando sonó por segunda vez la campana del monaguillo, tal como se planeó, Papillon saltó sobre el director del penal y con un cuchillo en la garganta lo sometió. Otro recluso lo hizo con el cura. Llevando dos escudos humanos, mientras los demás se ocuparon de desarmar a tres guardias apostados en la entrada de la capilla, se inició la marcha hacia la puerta principal.

El clímax del instante respondía a la excitación vivida en la semana, pero de repente, certeros disparos de fusil provenientes de un punto alto lo convirtieron en tragedia. Tres cuerpos sin vida en el suelo y el rostro pálido del director que le dijo a Papillon: “dame el cuchillo”, acabaron la antesala de gloria, que duró apenas medio minuto.

Diez días permanecieron en calabozos de castigo con pan y agua todos los que intentaron volarse. El breve padecimiento se lo debieron a Joseph Dega, quien según el relato de Papillon, se reunió con las directivas de la cárcel, y producto de una recolecta hecha en el Barrio Chino, entregó 5.000 pesos para que regresaran a los patios comunes.

Con tiempo suficiente para detallar cada movimiento, Papillon se aprendió la rutina de los guardias. Tomó actitud de tipo manso y amigable, con el que se podía compartir charla y tinto. Luego se inventó que el “café a la francesa” llevaba un toque de aguardiente, el cual comenzó a servir con frecuencia.

El nuevo plan fue amarrando camisas y agregando un gancho metálico a una punta. Luego se trataba de dormir a un guardia con café francés, cargado ahora de somnífero. Logró todo lo mencionado, menos tomar la tela para volarse, pues un centinela divisó a su compañero en el suelo y encendió la alarma.

Papillon en Barranquilla
Cada pasillo del colegio guarda historia. Muchos estudiantes suelen preguntarse cuál es la parte por la cual Papillon alcanzó a llegar a la calle.

Esperamos que Francia venga pronto por su gánster

¿La tercera es la vencida?

Con el director carcelario y un par de guardias de su lado, gracias a 3.000 pesos, también relacionados a Dega, quien debía entregar parte del botín con la fuga ya consumada, Papillon concibió su tercer plan.

Dega buscó a quien saboteara el transformador eléctrico de la cuadra para que se fuera la luz. Un preso que solía cantar con potente voz la encendió al máximo, ocultando el ruido de las seguetas que cortaban los barrotes en una noche carente de luna.

Estando en la cumbre del muro, un estropicio con una lámina de zinc alertó a los centinelas que no hacían parte del arreglo. Los disparos llevaron a que Papillon se lanzara a la calle antes de tiempo.

Con los dos pies fracturados, llorando sobre el pavimento y minimizado por la ira, su rostro quedó encandilado por una linterna, mientras recibía culatazos de un guardián cómplice, el más vehemente tras la captura.

Posado sobre una carretilla y con sanguijuelas que le drenaban la sangre negra de sus pies, los cuales no podía apoyar sobre ninguna superficie, se negó a la rendición. El diario La Prensa avisó, el viernes 12 de octubre de 1933, que antes de acabar aquel mes llegaría un barco para buscarlo. “Esperamos que Francia venga pronto por su gánster número uno”, decía el matutino.

Un día después Charrière decidió tragarse una piedra. El plan era volarse del hospital al que fuera llevado. Ofreció dinero al director, al que se refiere en su libro como “don Gregorio”, para conseguir el traslado. Fue llevado en una ambulancia con síntomas de ictericia, pero solo estuvo un par de horas fuera de la cárcel.

Mientras vivió, Papillon defendió hasta el cansancio ser inocente del crimen por el que fue condenado. Consideraba que tenía derecho a escapar por no recibir justicia en los tribunales. Así enlazó férreamente astucia y perseverancia, generando un cóctel de sucesos que lo ponían a diario en páginas y bocas del mundo.

Con los malestares todavía generados por una piedra en su interior, y deambulando el patio gracias a un preso que levantaba su carretilla, podía parecer un personaje de feria, o entregado a la pena. ¡Craso error!, pues pasaba horas meditando su quinta estrategia.

Fue en la tarde del jueves 19 de octubre, cuando Annie, compañera sentimental de Joseph Dega, visitó a Charrière y ante su postración le dijo que solo le “faltaba volar La 80”. Las ideas surgieron rápido en la mente del preso que se sentía con poco o nada que perder.

Volvió a dirigirse al director penitenciario, quien le guardaba el dinero que portaba desde el escape. Y el domingo, en la usual visita de Dega, terminó de fraguar el plan que incluía hacer llegar dinamita y un detonador. También un guardia buscó taladro y herramientas necesarias para instalar el explosivo bajo tierra.

Todas las herramientas del plan estuvieron dentro el jueves 26. Los pesos se distribuyeron entre quienes transportaron, instalaron el explosivo y guardaron silencio.

Con la pared de la calle Medellín en el suelo, Papillon iba a ser cargado por un preso fuerte que lo llevaría hasta un taxi dispuesto por Dega. La historia cuenta que se trataba de un chofer peruano, que recibía pago con o sin éxito.

Llegó la tarde del viernes y una explosión acabó con la calma de una ciudad que se recorría completa en menos de una hora. La dinamita estremeció hasta el último árbol, acabó siestas y hasta adelantó partos, de acuerdo a la tradición oral.

Sirvió para mucho, pero la original intención quedó en sueño. Por ninguna de las grietas generadas en el muro cabía una persona. Postrado sobre su carretilla y con el polvo de ladrillo distorsionádole la mirada, mezclado entre sudor y lágrimas, Papillon divisó a decenas de guardianes que se apoderaban del patio. Todo estaba perdido.

Por la mañana del lunes 30 de octubre, exactamente cuando faltaba una hora para el mediodía, el ahora más famoso recluso, marcado con el número 151, llegó al muelle de Puerto Colombia, llevando una escolta sin precedentes para la época.

Rieuf Constant, Maurice Le Roux, Camille Dubois, Jules Lefebvre, Germain Foliton, Eugene Caignault, Jean Duvernay, Jean Pitiot y Emile Giraud completaban la legión francesa que abordó el Mana, un pequeño barco ignominioso.

De Barranquilla salió para nunca volver y de su historia poco contada en esta tierra se han generado muchos interrogantes, así como las fantasías propias del Caribe.

Papillon quedó libre en 1945, tras un indulto concedido en Venezuela. Sin mayor interés en la Europa que enfrentaba la posguerra, buscó darle forma a su felicidad, siendo dueño de un bar en Caracas.

Y la muerte, siempre inevitable, llegó por él en 1973, cuando lo venció un cáncer de garganta. Para entonces, ya en la otrora cárcel de Obando, se recreaban parte de sus historias, muchas con un vuelo de imaginación que superaba el de su mariposa.

Por: Wilhelm Garavito Maldonado – ADN

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