Frente al espejo

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CORONAVIRUS: LA SOCIEDAD FRENTE AL ESPEJO

Si algo nos enseña la historia social de las epidemias, y también todos los estudios culturales sobre epidemiología, inmunología y enfermedades infecciosas, es que en estas semanas se juega un problema fundamental de la sociología: cómo (sobre)vivir juntos. Qué es lo que nos une y qué lo que nos separa.

En 2011, un grupo de expertos redactó un informe, a petición de la Comisión Europea, para evaluar el abordaje de la emergencia por el virus H1N1. Conocido como gripe A en España, fue una de las pandemias gripales predecesoras del actual coronavirus y su gestión por parte de los poderes públicos había sido objeto de críticas –entre ellas, se dijo entonces, un exceso de celo que generó un innecesario estado de pánico social–.

Una de las conclusiones del informe era que había faltado una asesoría específica en ciencias sociales: mientras que se recurrió inmediatamente a epidemiólogos, virólogos y expertos en enfermedades infecciosas, no pasó lo mismo con otras disciplinas –comunicación, sociología, economía, filosofía política, ética– cuyo asesoramiento habría ayudado a enfocar mejor la respuesta a esa crisis.

Quiero pensar que en el momento actual, en el cual la pandemia del coronavirus supone una emergencia global de un grado incomparablemente superior al de aquel entonces, las autoridades internacionales están teniendo en cuenta la ayuda que pueden aportar otras formas de conocimiento más allá del estricto saber biomédico. Pero quizá también puedan ofrecernos al resto algunas enseñanzas que nos permitan afrontar mejor lo que nos espera, cuanto menos, la teoría sociológica y las otras ciencias sociales y humanas con las que dialoga, que son lo que a mí me ocupa.

La sociología del coronavirus

Lo primero que puede hacer la sociología es ayudar a visibilizar algunos aspectos de la vida social que a veces pasan inadvertidos pero que el coronavirus está haciendo dolorosamente patentes:

  • La centralidad social del trabajo invisible de cuidados y cómo este se encuentra desigualmente distribuido por género, edad, etnicidad y otras categorías sociales.
  • El efecto de la desigualdad social y las diferencias de clase y de capital (económico, pero también social, educativo, etc.), que van a generar consecuencias extremadamente dispares, no solo en tanto que son determinantes sociales de la salud, sino en las formas de enfrentarse a medidas como el cierre de escuelas o el fomento del teletrabajo y el e-learning.

Otras perspectivas sociológicas permiten enfocarse en cuestiones más concretas:

  • La microsociología de los saludos y otras interacciones cotidianas que normalmente damos por sentado (y que, aunque en algunos casos están generando propuestas ingeniosas, para la mayoría de nosotros se están convirtiendo en un asunto inquietante: ¿doy la mano, un beso, me quedo a un metro de distancia?).
  • Las nuevas formas de colaboración científica en abierto, que tan relevantes están siendo en la investigación sobre el virus y que, según nos dice la sociología de la ciencia, modifican profundamente la manera en la que se han organizado las comunidades científicas.
  • O las descripciones que la sociología nos ofrece de las nuevas formas familiares en las sociedades avanzadas, en las que cada vez más abuelas y abuelos asumen el rol de cuidadores cotidianos de sus nietos (y que a tantos nos generan hoy angustia por la posibilidad de contagiarlos inadvertidamente).

El hecho social total

Algunas teorías sociológicas más complejas nos dan ideas para comprender la especificidad histórica del momento que vivimos y que el coronavirus hace, si cabe, más urgente:

  • Conceptos como el de «sociedad del riesgo» de Ulrich Beck, que señala lo ambivalente de nuestras sociedades tecnocientíficas, donde la innovación tecnológica es a la vez fuente de amenazas (por ejemplo en la rápida difusión de rumores y fake news sobre el virus a través de las redes sociales) y herramienta para su solución (pues las redes digitales son también el principal medio para que las autoridades informen a la población);
  • El papel que Anthony Giddens atribuye a los sistemas expertos (estadísticas, cálculos, fuentes científicas, datos…) en la modernidad reflexiva, sin los cuales ni siquiera seríamos conscientes de la magnitud de la pandemia, pero que también suscitan numerosos dilemas éticos y políticos;
  • Los planteamientos de la teoría del actor-red, que considera a los actantes no-humanos como el COVID-19 agentes de pleno derecho en el cambio social;
  • O, en una reflexión que se encabalga con la emergencia climática (la otra cuestión planetaria que ahora parecería pasar injustamente a un segundo plano), los planteamientos ecofeministas, posthumanistas y multiespecie, que nos ofrecen una visión del mundo como una totalidad imbricada en la que todas las entidades del planeta nos co-producimos y para la que los dualismos clásicos, como naturaleza/sociedad, han cesado de ser operativos, si es que alguna vez lo fueron.

Podría seguir apuntando muchísimas otras cuestiones sociológicas que el coronavirus moviliza, desde las transformaciones digitales del tejido productivo hasta las muestras de racismo experimentadas por ciudadanos de origen chino, desde la sociología de la tecnología (con nuevos usos de drones y nuevas técnicas diagnósticas como el control de temperatura, pero también nuevas formas de control y vigilancia) hasta el papel de los imaginarios culturales (¿cómo obviar que llevamos quince años con una avalancha de películas sobre epidemias y zombies?).

Y es que el coronavirus está demostrando ser un «hecho social total», un concepto acuñado por el sociólogo y antropólogo francés Marcel Mauss para referirse a aquellos fenómenos que ponen en juego la totalidad de las dimensiones de lo social.

(Sobre)vivir juntos

Pero antes de acabar quería apuntar otra utilidad, en este caso cívica, o política si se quiere, de la mirada sociológica.

Si algo nos enseña la historia social de las epidemias, y también todos los estudios culturales sobre epidemiología, inmunología y enfermedades infecciosas, es que aquí se juega un problema fundamental de la sociología: cómo (sobre)vivir juntos. Qué es lo que nos une y qué lo que nos separa.

Uno de los efectos más inmediatos en cualquier brote epidémico es la exacerbación –material y simbólica– de la diferenciación social, la multiplicación de las líneas divisorias entre nosotros y los otros (entre sanos y enfermos, entre quienes están bien y quienes tienen patologías previas o pertenecen a grupos de riesgo, entre quienes tienen recursos y apoyos y quienes no los tienen, entre los de aquí y los de fuera, etc.).

Estas diferencias se deslizan muy fácilmente en el discurso social hacia una distinción entre inocentes y culpables, tal como muestran todos los ejemplos históricos, de la peste bubónica al VIH/sida. Comprendiendo las llamadas a la responsabilidad individual y a la importancia del distanciamiento social como forma de lucha contra la expansión del virus, también me generan una extrema inquietud en su potencialidad para cuestionar los vínculos que nos unen.

Quizá temporalmente, si así lo recomiendan los expertos médicos, haya que generar nuevas fronteras, nuevas distancias, pero –y esta es, a mi juicio, la lección más importante a recordar de una sociología del coronavirus– debemos estar también muy atentos a los peligros tan abismales que pueden esconderse entre ellas.


Pablo Santoro, profesor de Sociología. Departamento de Sociología: Metodología y Teoría, Universidad Complutense de Madrid. Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation.

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